lunes, 9 de agosto de 2010

Takeshi en Beijing




El lugar más políglota de Beijing es el Mercado de la Seda. Después de moverte varios días por la ciudad haciéndote entender a base de un inglés de mytailorisrich y sonrisas y gestos internacionales aceptados como el código morse, llegas a un edificio alto diseñado como un Partenón a la inversa porque yo juraría que desde abajo hace una perspectiva extrañísima que parece que se te echa encima. Igual es una metáfora, como las imágenes esculpidas en las catedrales. Una vez que entras y te dejas llevar en sus escaleras mecánicas, ves razas que no pensabas que existían en la ciudad. Paquistaníes, indios y centroafricanos se mueven de manera muy resuelta con sus enormes relojes en la muñeca y pañuelos de tela para secarse el sudor. Cuando comienzas a pasear entre los cubículos atestados de las camisetas de los equipos de fútbol más molones, de vaqueros de Victoria Beckham y de gabardinas Dolce&Gabbana con el forro del cuadro de Burberry, un ejército de disciplinadas dependientas salen ligeramente de ellos, te hablan en tu idioma natal, como si el gen de la españolidad lo llevaras en neón en la frente, te llaman bonita, guapa, y aseguran que te recuerdan de otra vez que estuviste y en cuanto muestras un mínimo interés por su mercancía te tocan. Mejor dicho te agarran. Si me concentro aun puedo sentir la pinza de unas diminutas manitas sobre mi mano derecha. Fuimos a por lo que queríamos, salvamos a los primos de Chang y salimos medio asfixiados.

En el exterior el clima se contamina de la técnica de venta del mercado y no puedes mirar al interior de un restaurante sin que su “maitre” te ofrezca en español una mesa excelente. Escondido en un “chino” de Beijing, en un callejón que no llevaba a ninguna parte, en una calle perpendicular al mercado, estaba Takeshi en una nevera de helados. Una señora de lo más inoportuna estaba eligiendo su maldito polo como si fuera lo único que fuera a comer el resto de su vida. Con la cámara en la mano, parte del grupo confirmando que la calle no tenía salida, nuestra cara de europeos, y con bolsas y fundas de cámaras, mostrábamos una posición de extrema debilidad, podía sentir las miradas de los camareros taladrándonos decididos a acercarse y empezar a cantar las bondades de sus platos. Y la señora que no se movía. Dejando que saliera el frío de la nevera. Malgastando recursos. Poniéndonos a todos en peligro. Pero al final se movió. Cogió su maldito helado y se fue a pagarlo. Entre los neones rojos y amarillos, en medio del ruido y de las voces de la hosteleria beijinesa hablando castellano, apareció la sonrisa de Takeshi invitándote a beber té helado.

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